No hay que ser un genio en economía o política para responder. Aunque nos haga sentir como plato del día, la respuesta es tan evidente como incómoda: si no se lo comió, está a punto de hacerlo. Y más que patalear con aranceles, amenazas o discursos inflamados, deberíamos empezar a pensar seriamente cómo vamos a convivir con ello.
Seducidos por la mano de obra barata, empujados por su ambicioso apego al lucro, empresarios de Europa, Estados Unidos, parte de Asia y América del Sur trasladaron su producción a China sucumbiendo al tentador encanto de ganar más dejándola en sus manos, sin darse cuenta que hipotecaban sus mercados, su futuro y la soberanía industrial de sus países.
¿Demasiado tarde?
Quizás no. Pero reindustrializar es hoy una tarea titánica. No se trata solo de voluntad política o de ajustar leyes y aranceles. La pregunta incómoda es: ¿quién quiere hoy, en esos países, trabajar bajo las condiciones salariales que harían viable esa reindustrialización? ¿Qué mercados, qué ciudadanos, están dispuestos a pagar el precio de esa decisión?
Quien escribe estas líneas —no es ni economista, ni experto— sino alguien que ha vivido lo suficiente para ver cómo se achican las galletas, cómo duran menos los autos y se desgastan antes los zapatos. "Obligados" a crecer económicamente año tras año hemos normalizado que todo lo que compramos sea más pequeño, dure menos y resulte más caro.
En este escenario, China ha hecho lo que otros no supieron hacer: convertir sus debilidades en ventajas. Aprovechó la oportunidad que el mundo le dio para fabricar, para aprender y terminó haciendo casi todo mejor. Hoy no solo fabrica, compite en calidad y precio en casi todas las categoría de los mercados del mundo. Sin ir más lejos, en casa usamos una pasta dental china que cuesta un tercio de lo que cuestan las marcas tradicionales y que me recuerda —por sabor, calidad y textura— a las que usaba de niño.